domingo, agosto 04, 2013

EL DEVORADOR DE SUEÑOS



A Mercedes Rosende y Esteban Llamosas

Machado Moreno N. era el preferido del pueblo.
Todos lo conocían y lo querían como al mejor amigo, como al padre o el hermano, como al gran amor de las vidas de esos todos.
¿Y qué tenía Machado Moreno N. para ser querido de maneras tan diversas?
Nada. A simple vista –y a vista compleja- era un tipo despreciable. Egoísta, soberbio pese a no tener un peso ni talento alguno que lo enalteceriera, violento, borracho pendenciero, castigador de mujeres, ignorante y aburrido.
¿Cómo explicar entonces tanto amor desenfrenado, tanta incongruente admiración por un zopenco descerebrado que lucía su mal aliento, su transpiración y otros olores más íntimos como a medallas ganadas en cien batallas?
No lo sé. Pero en los seis años de mi vida que desperdicié viviendo en Corzuelas tuve que soportar que todos a mi alrededor hablaran de Machado Moreno N. como de un casi dios de pueblo chico, un ser mítico al que cruzabas en la calle o jugando bochas en el club del pueblo.
Dos años después de haber abandonado Corzuelas leí en un diario provincial que una localidad serrana lloraba la irreparable pérdida de su ser más amado. De todos modos –aclaraba el cronista-, la memoria de Machado Moreno N. permanecería en la obra del escultor local, Amancio Desórdenes Locattio, que había pergeñado una impresionante estatua del inolvidable occiso.
Al día siguiente viajé de regreso a Corzuelas.
Quería ver esa estatua y conocer al artista Desórdenes Locattio, de quien no había tenido nunca noticia en mis seis años de vida en el pueblo.
Mi primera sorpresa fue comprobar, al bajar del ómnibus y tras las consabidas once horas de viaje, que el pueblo había desaparecido.
Figuraba aún en los mapas y como parada del ómnibus, pero en donde hasta que yo lo abandoné había seis cuadras de tierra con una prolija sucesión de casas con techos de tejas a un lado y otro, y una plaza y una capilla, no había nada.
Polvo y soledad. Y la estatua.
Lo que nunca había estado antes, se erguía en el centro mismo de la desaparecida plaza del borrado pueblo nominado Corzuelas.
Me acerqué, algo aprensivo.
Era un Machado Moreno N. en todo su esplendor pétreo. Cuadruplicaba en tamaño al original. Rezumaba incluso, multiplicados en relación con su tamaño, los alientos y hediondeces que lo habían caracterizado en vida.
Un hombrecillo pequeño, frágil, vestido con una túnica gris y empuñando aún cincel y martillo, se presentó como el artista Desórdenes Locattio, me dio la bienvenida a Corzuelas y me preguntó qué buscaba.
-Al pueblo- le respondí, ofuscado. -¿Qué pasó con Corzuelas?
Extendió los brazos y pareció estar midiendo mi anatomía.
-Murió- dijo, como quien habla ocasionalmente del tiempo con un desconocido: -era lógico.
-Creí que el muerto era éste- dije echando una mirada algo despectiva al nauseabundo Machado Moreno N. de piedra.
-Los devoradores de pueblos no mueren nunca- me explicó el artista: -sólo se alimentan de ellos, se comen todo, casas, habitantes, historias de vida y muerte, traiciones y hasta a veces, manjar de los manjares, lealtades.
-Bella estatua- dije, ya decidido a no contradecirlo, por lo menos hasta que llegara el ómnibus que me alejara de allí.
-Gracias- dijo el hombrecillo, inclinando levemente su cabeza, los brazos en cruz y sin soltar sus herramientas de trabajo: -soy un artista. Nada de lo perdurable me es indiferente.

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