Dos y media de la mañana, suena
el teléfono, atiende el voluntario con la fórmula aprendida:
-Centro de asistencia al suicida… No lo hagas hoy.
Indignación, al otro lado de
la línea:
-¡Cómo que “no lo hagas hoy”!
Me quedan minutos, tal vez segundos, voy a matarme.
-No lo hagas, esperá, contame
qué te pasa…
-¿Que qué me pasa? Preguntáselo
a él.
-“¿A él…?” Te amenazan,
entonces, llamá ya a la policía.
-Es que me voy a suicidar-
dice la voz en un hilo de ídem. –Se ha empecinado en que lo haga.
-Es un intento de homicidio,
entonces. Insisto, llamá de inmediato a la policía, salí corriendo de donde estés,
pedí ayuda, auxilio.
-¿Y qué estoy haciendo, imbécil?
Se encrespa, el voluntario. Dos
y media, recién a las seis llegará el relevo y tiene que soportar a este lunático.
-Nada de “imbécil”, acá
ayudamos a que la gente no se suicide, lo intentamos. Ahora, si querés matarte,
matate.
-Es que yo no quiero. Es él.
-¿Y quién es “él”? ¿Dios…?
-Más o menos- dice la voz:
-es el autor de la novela y yo, el personaje.
Silencio.
Por fin dice el voluntario:
-No puedo hacer nada para
convencer a un autor de que cambie la trama, para eso están los editores, yo sólo
soy un lector.
Y cuelga, satisfecho.
Las novelas con suicidio son
sus favoritas.
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