La vaca es un rumiante. Mastica y traga, pero el alimento regurgita y tiene que volver a masticarlo, y así. Vista desde el tren que cruza los campos, la vida de la vaca es envidiable. Se la ve como a un gourmet que disfruta de los pastos tiernos de la pampa y que apenas si levanta la mirada para guiñarnos un ojo cuando nos reconoce.
Porque no todas las vacas son iguales. Las hay –pocas, pero las hay- que se han acostumbrado a vernos pasar, que nos buscan con sus miradas cuando el tren de los lunes viene cortando el viento y arrullando la tierra.
Y nos encuentran, algo adormilados tras los cristales de la ventanilla, y el pasto ya masticado que les vuelve de las tripas se parece tanto al rumiado recuerdo de nuestros amores perdidos.
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